martes, 25 de junio de 2013

DISECCIONANDO MAASTRICHT (o DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS)

Tras un par de entradas hablando de la España de los siglos XVI y XVII, damos un salto de -¡ale-hop!- más de 300 años y nos situamos en otro momento histórico mucho más reciente, la firma del Tratado de Maastricht en 1992.
No vamos a caer en el victimismo afirmando que todo lo que estamos pasando es culpa de la Unión Europea (encabezada por la Alemania de Angela Merkel) y el FMI, pero tampoco se puede negar que la actuación de estos organismos y, aún peor, que la arquitectura de la unión monetaria han incrementado extraodinariamente nuestro sufrimiento.

Precisamente dedicaré esta entrada a examinar los pilares en los que se asentó el diseño del área monetaria única europea, centrándome en cómo los errores de dicho diseño han repercutido (y a veces conducido) a la situación actual.

¿Preparados?
3... 2... 1... ¡Comenzamos!

La conjunción de factores como el optimismo reinante tras dejar atrás la crisis del petróleo de los años setenta y la euroesclerosis de la primera mitad de los ochenta, el éxito del Acta Única Europea (con la creación del Mercado Común Europeo) en 1986 y de iniciativas como el acuerdo de Schengen (que garantizaba la libre circulación de personas en la UE) y la coincidencia en el tiempo de la generación de líderes más europeístas de la historia de la UE (Helmut Kohl, Françoise Miterrand, Felipe González, Jacques Delors…) dio lugar a la firma en 1991 del Tratado de la Unión Europea (más conocido como Tratado de Maastricht), por el que se implantaba una unión monetaria en el seno de la Unión Europea.

Sin embargo, las negociaciones que condujeron a la firma de Maastricht coincidieron en el tiempo con el momento álgido de la revolución conservadora iniciada años antes por Ronald Reagan y Margarer Thatcher. La caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas parecía dar la razón a los defensores del capitalismo más salvaje, de modo que el proyecto de construcción europea consagrado en Maastricht se apoyó en tres pilares de clara inspiración neoliberal:
  1. Un banco central independiente cuyo único objetivo es la estabilidad de precios.
  2. Imposición de unas políticas presupuestarias automáticas mediante estrictas reglas de equilibrio presupuestario.
  3. Imposición de reformas estructurales para liberalizar, desregular y flexibilizar los mercados de bienes, capitales y trabajo.
A continuación, analizaremos cada uno de estos pilares...

1.  Un Banco Central independiente.

Según el Tratado de Maastricht, el Banco Central Europeo (BCE) es independiente de las instituciones comunitarias y de los distintos gobiernos nacionales. Su único objetivo es alcanzar la estabilidad de precios, en contraste con la Reserva Federal estadounidense, cuyos objetivos son la estabilidad de precios y el crecimiento económico. Además, el BCE tampoco será un prestamista de último recurso para los estados del euro (aunque de este aspecto hablaremos de forma detenida más adelante).

Tal es la independencia del BCE que está dirigido por un consejo de gobernadores formado por una serie de miembros de “reconocida autoridad y experiencia profesional en el ámbito monetario o bancario”. No tienen cabida en este consejo representantes políticos, sindicales o empresariales, lo que deja necesariamente tuerto el punto de vista del BCE y lo convierte en la práctica en un lobby de la banca alemana (y, en menor medida, francesa). Cabe destacar que en las negociaciones de Maastricht, Alemania bloqueó las aspiraciones francesas de profundizar en la Unión Económica, lo que hubiera supuesto un contrapoder efectivo a la independencia del BCE; sin ese contrapeso, la libertad de acción del BCE ha sido total.

La independencia del BCE le permite consagrarse a la lucha contra la inflación sin tener que preocuparse por el crecimiento o por el empleo. En términos neoliberales, el BCE ha de convencer a los trabajadores de que no dudará en subir los tipos de interés y provocar paro si logran elevadas subidas salariales que pongan en peligro el objetivo de inflación, de forma que se resignen a que no suban los salarios. Fruto de su independencia, es el propio BCE el que fija su objetivo de inflación (habiéndolo situado en un máximo del 2% a medio plazo).

A pesar de su total independencia al fijar sus propios objetivos en materia de precios y decidir con total autonomía aspectos tan cruciales como la cantidad de dinero que circula en la eurozona, el BCE no es responsable de la supervisión de los sistemas bancarios y mercados financieros de los distintos países, que recae en los antiguos bancos centrales de cada uno de ellos (como el Banco de España).


2.  Control de las Políticas Presupuestarias nacionales.

Un objetivo fundamental que se buscaba al firmar el Tratado de Maastricht era el control de las políticas presupuestarias nacionales. Según se argumentaba, un país que practicase una política fiscal muy expansiva (es decir, con un gasto público muy elevado) perjudicaría a los demás países: esta política provocaría inflación y obligaría al BCE a subir los tipos de interés, y el déficit público de los países “gastosos” se convertiría en déficit exterior, lo que perjudicaría el valor del euro y nos empobrecería.

Para evitar distorsiones en las políticas presupuestarias nacionales que pudiesen perjudicar a los socios del euro, el Tratado de Maastricht establecía unos requisitos que había que cumplir para acceder a la moneda única. Para garantizar que estas distorsiones no pudieran aparecer tras la puesta en marcha del euro, en 1997 se firmó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), que establecía los mismos requisitos que el Tratado de Maastricht dándoles carácter de permanencia:

        1º.- El déficit público de cada país no puede superar el 3% de su PIB. Los países cuyo déficit público supere dicho límite serán sometidos a un procedimiento de déficit excesivo (PDE): se comprometerán a seguir políticas presupuestarias austeras que les permitan regresar a los límites aceptables de déficit, están obligados a rendir cuentas de sus decisiones presupuestarias a la Comisión Europea y al Consejo Europeo y podrán ser objeto de una multa.
        2º.- La deuda pública de cada país no puede ser mayor que el 60% de su PIB. Al contrario que en el requisito anterior, el incumplimiento de esta condición no es sancionable.
        3º.- Todos los países han de presentar al final del año concreto en que se les requiera un programa de estabilidad que incluirá una programación presupuestaria a cuatro años y tendrá como objetivo el equilibrio presupuestario a medio plazo.

Como menciona explícitamente el tercer requisito, el objetivo del PEC era que los países de la eurozona alcanzasen un equilibrio presupuestario a medio plazo. Una vez alcanzado dicho equilibrio, los países sólo podrían dejar jugar a los estabilizadores automáticos (prestaciones de desempleo, impuestos progresivos, etc.) y no podrían llevar a cabo políticas discrecionales de gasto.

De este modo, se pretendía dotar de un elevado grado de automatismo a las políticas presupuestarias nacionales, alejándolas así de las manos de los representantes políticos, que tienden a caer en la tentación de aumentar el gasto público de manera populista para ganar elecciones.

Para reforzar aún más el control de las políticas presupuestarias nacionales, el Tratado de Maastricht prohíbe que los países de la eurozona puedan financiarse en el BCE (es decir, el BCE no podrá comprar deuda pública de los países del euro ni concederles préstamos). Además, el Tratado de Maastricht también incluye la denominada “cláusula de no salvamento” (no bail-out), por la que se prohíbe la asistencia mutua entre los países de la eurozona.

De esta forma, los países sólo podrán acudir en busca de financiación a los mercados financieros, con lo que se confía a estos la tutela de las políticas presupuestarias nacionales: así, castigarán a los estados demasiado laxos en materia presupuestaria aplicando tipos de interés muy elevados (¡ay, nuestra querida prima de riesgo…!) que los obligarán a volver al redil.



3.  Impulso e imposición de reformas estructurales.

La Comisión se fijó el objetivo de poner en marcha en toda Europa un programa de reformas estructurales que, en realidad, responde a la imposición en la Unión Europea de una agenda neoliberal. Según este punto de vista neoliberal, los impuestos perjudican la actividad económica y el gasto público es poco eficaz, por lo que hay que transferir actividad del sector público al privado para ganar eficiencia y poder reducir los impuestos.

Así, siguiendo esta agenda “liberalizadora”, la Comisión ha luchado todos estos años por reducir el peso de los servicios públicos autorizando a empresas privadas a que les hagan la competencia, promover los fondos de pensiones y los seguros privados, desregular los mercados financieros, promover la competitividad de las empresas a través de la “flexibilización” del mercado de trabajo (por flexibilizar el mercado de trabajo entiéndase abaratar el despido y reducir los salarios), reducir la presión fiscal (eso sí, preferentemente a las empresas y a las rentas del capital), etc.

En efecto, podemos comprobar cómo una y otra vez durante las últimas décadas, cada vez que un país se ha encontrado en dificultades, ya sea en el sudeste asiático, en Latinoamérica o, ahora, en Europa, organismos como el FMI, la Reserva Federal, el BCE o la Comisión Europea condicionan la ayuda económica a la puesta en marcha de “reformas estructurales”, lo que demuestra su interés por imponer su agenda neoliberal a lo largo y ancho de todo el mundo.

El argumento que esgrimen los neoliberales es que las reformas estructurales liberan a largo plazo nuevos potenciales de crecimiento económico. Sin embargo, este argumento no deja de ser un acto de fe; lo único que es constatable a corto plazo es que las reformas aumentan las desigualdades, la precariedad y el paro.

Otra de las consecuencias que tuvo esta inspiración “liberal” del Tratado de Maastricht fue que el principio en el que se basó la coordinación de las políticas nacionales fue el denominado “Método Abierto de Coordinación” (MAC), en el que prevalecía la coordinación basada en la competencia por encima de la coordinación basada en la solidaridad. De este modo se favorecieron comportamientos como el de Alemania, que practicó una devaluación interna basada en reducciones salariales para ganar competitividad frente a sus socios comunitarios, o el de Irlanda, que llevó a cabo una estrategia de auténtico dumping fiscal, aplicando tipos impositivos muy bajos para atraer capitales y empresas del resto de países de la Unión Europea.



Como podemos comprobar, convencidos de que el sector público es ineficiente y de que el mejor estado es el estado pequeño, los signatarios de Maastricht quisieron someter las políticas presupuestarias nacionales a rigurosas restricciones, y convencidos de que los mercados son eficientes y siempre tienen razón, renunciaron a controlar el sistema financiero y los desequilibrios externos que pudieran darse entre los distintos países.

Y en un principio, parecía que el diseño que se consensuó en Maastricht daba buenos resultados: todos y cada uno de los países de la Unión Europea crecían, ya fuera sobre bases reales o sobre un espejismo especulativo; y la liberalización de capitales y la moneda única permitió que los bancos alemanes, franceses, británicos y holandeses prestasen sin freno por todo el continente, alimentando burbujas especulativas como la irlandesa y, sí, la española.

Pero ahora, todo ese entramado se ha venido abajo. Lo que nos queda después del desastre son las deudas contraídas en la etapa anterior y el predomino absoluto de Alemania en las decisiones de la Unión Europea, un predominio que no debería extrañarnos demasiado ya que, a fin de cuentas, es nuestro principal acreedor.

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